¿De dónde ha surgido el problema que nos ocupa? No de la filosofía; mucho antes de que hubiese nacido el primer filósofo profesional, los seres humanos nutrían tres persuasiones en las que se contiene ya la cuestión; los hombres se atribuyen a sí mismos no sólo un valor contable, sino también una dignidad y una libertad de valor incalculable, cosas ambas que nunca han conferido al resto de las criaturas; se resisten a desaparecer con la desaparición de su estructura somática (la aspiración a la sobrevida es universal y prefilosófica); se reconocen dotados (ellos, no los demás seres mundanos) de una creatividad racional (ciencia, técnica, lenguaje), de una creatividad estética (arte) y de una creatividad ética (religión y moral).
La búsqueda de una explicación a estas tres constantes de la experiencia que el hombre hace de sí mismo es el origen de la filosofía; en ellas se contiene virtualmente todo el enigma del ser humano, con su pertinaz obstinación en creerse distinto de la bestia, del vegetal y de la simple cosa.
En el marco de este libro no es posible seguir el rastro del tema en el pensamiento filosófico precristiano. La exposición se ceñirá, por tanto, al curso trazado por la tradición, el pensamiento teológico y la fe eclesial.
1.1. La edad patrística
No ha sido fácil para el cristianismo trasplantar la visión unitaria del hombre, propia de la Biblia, al ámbito cultural grecolatino. La cultura antropológica dominante en ese ámbito estaba fuertemente coloreada por versiones populares del platonismo y por diversas corrientes gnósticas. Las ideas de la naturaleza divina del alma y, consiguientemente, de la oposición alma-cuerpo, con la inevitable devaluación de éste, formaban parte de la antropología comúnmente aceptada en los medios intelectuales.
Los pensadores cristianos que tuvieron a su cargo la inculturación del evangelio en este ambiente percibieron con mucha claridad el peligro que la antropología dominante representaba para la fe. Fue sobre todo la infiltración de corrientes gnósticas en las comunidades cristianas lo que alertó a los Padres de los tres primeros siglos. La alarma sonó primeramente en la cristología y la soteriología; la reflexión sobre los misterios de la persona y la obra de Cristo obliga a percatarse de que el hombre no es sólo alma y de que el cuerpo pertenece también a la autenticidad de la condición humana. De lo contrario, las acciones salvíficas de Cristo no serían tales, y las tres tesis nucleares del credo cristiano (encarnación del Verbo, redención por la muerte, resurrección) resultarían insostenibles.
1.1.1. Los apologistas.
Se comprende, por tanto, que, pese a su formación cultural helenista, los primeros escritores cristianos reivindiquen unánimemente la unidad del hombre. Lo que no obsta para que, en el modo de concebir esta unidad, se distingan dos grandes corrientes; la que recoge la tradición alejandrina y occidental, que acentuará el elemento anímicoespiritual del hombre, y la de inspiración asiático-antioque-rna, que subrayará la «formación» (plásis) del ser humano desde el limo terreno.
La figura de Justino ilustra claramente el esfuerzo de síntesis que llevará a cabo el pensamiento cristiano entre los elementos biblico-semiticos y las categorías helenistas, con una característica dialéctica de proximidad y diferenciación. Palestino de nacimiento, aunque de ascendencia pagana, Justino rechaza la doctrina platónica de la naturaleza divina del alma, de su preexistencia y de su transmigración en los cuerpos: «nada se me importa de Platón ni de Pitágoras, ni en absoluto de nadie que tales opiniones hayan tenido» (Dial. 6,1)5. La verdad es que existe el hombre entero, el ánthropos sarkikós, que es imagen de Dios y creación suya, y no fruto de una caída originaria. «El alma ¿es por sí misma el hombre? No, es el alma del hombre. ¿Llamaremos hombre al cuerpo? No, él es sólo cuerpo del hombre. Así pues, ninguno de los dos es por sí el hombre… (Este) resulta de la composición de ambos».
El sirio Taciano, discípulo de Justino, lleva más lejos su polémica con la antropología platónica, al negar que el alma sea inmortal por naturaleza, si bien puede no morir por gracia: «no es, oh griegos, nuestra alma inmortal por sí misma, sino mortal. Pero capaz es también de no morir; …resucita nuevamente con el cuerpo en la consumación del tiempo… Ni el alma podría por sí misma aparecer jamás sin el cuerpo, ni resucita tampoco la carne sin el alma» (Adv. Graecos, 13,15)7.
De notar que en esta recusación de la inmortalidad natural del alma se está sobreentendiendo la homologación inmortal-divino propia del pensamiento helenista, para el cual los dioses son «los inmortales» y los inmortales son «los dioses». Admitir sobre esta base la tesis de una inmortalidad del alma sería tanto como asignarle un origen y naturaleza divinos (preexistencia increada) y un fin desencarnado incompatible
con la resurrección.
El esfuerzo por asimilar la imagen bíblica del hombre es más meritorio cuando se encuentra en una mente tan inequívocamente helenista como la del ateniense Atenágoras: «toda naturaleza humana consta de alma inmortal y de un cuerpo que se le adaptó a esta alma en el momento de la creación; no fue al alma por sí sola, ni separadamente al cuerpo, a quienes destinó Dios tal creación y tal vida…, sino a los hombres, compuestos de alma y cuerpo… De cuerpo y alma se forma un solo ser vivo que padece cuanto alma y cuerpo padecen» (Sobre la resurrección).
1.1.2. La lucha contra la gnosis.
Ya en abierta polémica antignóstica, Ireneo «construye su antropología sobre el cuerpo», no sobre el alma. Supuesto que «el alma y el espíritu pueden ser una parte del hombre, pero no el hombre» (Adv. Haer., 5,6,1), el obispo de Lyon confecciona su visión del ser humano al hilo de los dos relatos bíblicos de creación y con una fuerte impronta cristológica. De Gn 1,26 extrae la idea de que el hombre imagen de Dios ha de ser tal por referencia a una realidad visible, que no es otra sino el Verbo encarnado; de lo contrario, no podría ser imagen.
Esta visibilidad de la imagen comporta, pues, la esencial corporeidad del ser así definido (Epideixis, 71; Adv. Haer., 5,28,4). «Al final, el Verbo del Padre y el Espíritu de Dios… han completado el hombre viviente, de modo que Adán sea a imagen y semejanza de Dios» (Adv. Haer., 5,1,3). En estaplásis de Adán, Ireneo ve diseñarse como al trasluz la figura del futuro Verbo encarnado: «en los tiempos pasados se decía que el hombre estaba hecho a imagen de Dios, pero esto no estaba aún desvelado… Mas, cuando el Verbo de Dios se hizo carne, …mostró realmente la imagen, deviniendo él mismo lo que era su imagen» (Adv. Haer., 5,16,2).
Esta misma idea va a ser formulada insuperablemente por Tertuliano: «cuando se modelaba el barro, se pensaba en Cristo, el hombre futuro» (De carnis resurrectione,). Suya es también la célebre sentencia: «la carne es el quicio de la salvación» (caro salutis est cardo). Merece la pena citar por extenso este texto antológico, en el que el autor va recorriendo, uno a uno, los sacramentos para expresar gráficamente la mutua interpenetración de la carne y el alma en la dispensación de los dones salvíficos: «la carne es el quicio de la salvación. En efecto, si el alma se hace totalmente de Dios, es la misma carne la que lo hace posible. La carne es lavada para que el alma sea limpia; la carne es ungida para que el alma sea consagrada; la carne es signada para que el alma sea robustecida; la carne es cubierta por la imposición de manos para que el alma sea iluminada por el Espíritu; la carne es nutrida con el cuerpo y la sangre de Cristo para que el alma se sacie de Dios»
Tertuliano se inclina por el cuerpo: «el hombre puede ser definido propiamente como carne» (ibid., 5,8-9); «¿qué es el hombre sino la carne?» (Adv. Marc, l,24,5). Para Ireneo y Tertuliano, en suma, no basta con decir —como ya hicieran los apologistas— que el hombre es imagen de Dios. Hay que decir que es tal en cuanto cuerpo-carne. Y ello, sobre todo, porque la imagen de Dios antonomástica es el Verbo hecho carne.
1.1.3. Los alejandrinos
La tendencia de inspiración alejandrina, filohelenista, hace su aparición en el siglo III con Clemente y Orígenes, y estará representada en Occidente a partir del siglo IV por Lactancio y San Agustín. Es esta tendencia la que invertirá la tesis que acaba de exponerse (el hombre en cuanto carne es imagen de Dios), poniendo en el alma racional lo específico del ser humano y situando en ella la sede de la imagen divina. Clemente Alejandrino estima que la auténtica imagen de Dios es el Logos, de quien el hombre a su vez es imagen («imagen de la imagen»), precisando que tal «imagen de la imagen» se localiza en aquella parte superior del alma humana que es el noüs (Ped., 3,1,1). «Con ‘imagen y semejanza’ no se indica lo que… atañe al cuerpo; en efecto, no es posible que lo mortal sea semejante a lo inmortal. Sino lo que concierne al noüs y a la racionalidad» (Strom., 2,102,6). Con todo, no hay en Clemente una valoración peyorativa del cuerpo, que es morada del Espíritu, «casa de la imagen» (Strom., 4,163,1-2).
La tendencia de inspiración alejandrina, filohelenista, hace su aparición en el siglo III con Clemente y Orígenes, y estará representada en Occidente a partir del siglo IV por Lactancio y San Agustín. Es esta tendencia la que invertirá la tesis que acaba de exponerse (el hombre en cuanto carne es imagen de Dios), poniendo en el alma racional lo específico del ser humano y situando en ella la sede de la imagen divina. Clemente Alejandrino estima que la auténtica imagen de Dios es el Logos, de quien el hombre a su vez es imagen («imagen de la imagen»), precisando que tal «imagen de la imagen» se localiza en aquella parte superior del alma humana que es el noüs (Ped., 3,1,1). «Con ‘imagen y semejanza’ no se indica lo que… atañe al cuerpo; en efecto, no es posible que lo mortal sea semejante a lo inmortal. Sino lo que concierne al noüs y a la racionalidad» (Strom., 2,102,6). Con todo, no hay en Clemente una valoración peyorativa del cuerpo, que es morada del Espíritu, «casa de la imagen» (Strom., 4,163,1-2).
Con Orígenes discípulo de Clemente, pero también de Ammonio Sakkas, fundador del neoplatonismo, el giro platonizante se acentúa hasta bordear la heterodoxia. También él quiere refutar el gnosticismo, más para ello va a partir no de la rehabilitación de la carne (como hicieran Ireneo y Tertuliano), sino del rechazo del determinismo gnóstico y de la exaltación de la libertad, categoría capital en su antropología. El hombre es un alma dotada de libertad. Crea das por Dios, las almas que han hecho mal uso de esa cualidad espiritual son incorporadas durante un período de carácter medicinal, en el que habrán de lograr la liberación del cuerpo y el retorno al estado de desencarnación.
El Adán de que habla Gn 2,7 es el hombre encarnado, post lapsario (/« Rom., 1,19); el Adán auténtico es el de Gn 1,26 creado a imagen de Dios. Mas, dado que Dios es incorpóreo, sólo puede ser imagen suya lo incorpóreo humano, el alma: «los signos de la imagen divina se reconocen no en la figura del cuerpo, que es corruptible, sino… en aquel conjunto de virtudes que están presentes en Dios de forma sustancial» (Peri Arch., 4,4,10).
Con tales premisas, ¿qué pensar de la corporeidad? Aun siendo consecuencia de la caída, ella no es mala en sí misma: «la naturaleza del cuerpo no es impura; en cuanto naturaleza corpórea, no tiene en sí el principio generador de la impureza, que es la maldad» (Contra Celso, 3,42)14.
«No hay en Orígenes —señala Daniélou— una condena del cuerpo. Y es éste un punto capital», sobre todo con vistas a la polémica antignóstica y a la defensa de la encarnación. Pero es indudable que con el pensador alejandrino se inicia en la Iglesia una línea de pensamiento que ya no ve en el cuerpo o la carne lo que veían la Biblia y la primera patrística.
1.1.4. San Agustín
En Occidente, Lactancio va a sostener el origen celeste (¿por creación o por emanación divina?) del alma y el origen terreno del cuerpo. No obstante, también éste procede de un acto creativo de Dios, aunque no directo, como es el caso del alma; visión que anticipa sorprendentemente las tesis con que la teología del siglo XX tratará de responder al desafío evolucionista.
En la antropología de San Agustín pesan decisivamente, de un lado, sus antecedentes maniqueos y, de otro, la mediación platónica con la que logró desembarazarse del maniqueísmo y convertirse al cristianismo. Con tales premisas, no es de extrañar que el obispo de Hipona aborde con una cierta propensión dualista «la gran cuestión del hombre» (Conf., 4,4,9). Dicha propensión se evidenciará en la suspicacia con que nuestro doctor contempló siempre el cuerpo y, sobre todo, la dimensión sexual de la persona (De nuptiis et concup., 1,15,17; 2,22), así como en el primado que otorga al alma: «la parte mejor del hombre es el alma; el cuerpo no es todo el hombre, sino la parte inferior del hombre» (De Civ. Dei, 13,24).
Con todo, San Agustín rechaza vehementemente la doctrina platónica de la preexistencia de las almas y, lo que es más importante, integra el cuerpo en la verdad del hombre; éste «no es el cuerpo solo ni el alma sola; …cuando ambos están unidos a la vez, entonces hay hombre» (De Civ. Dei, 13,24); «¿cómo definiremos al hombre?
¿Diremos que es alma y cuerpo, a guisa de un carro con dos caballos…? ¿Lo llamaremos sólo cuerpo al servicio de un alma…? ¿Lo llamaremos sólo alma, sobreentendiendo el cuerpo que ella rige? Sería largo y difícil, y en cualquier caso superfluo, discutir tal cuestión» (De mor, eccles., 1,4,6).
Lo que sí debe quedar claro —estima Agustín— es que «sería falso decir que el hombre consiste en la mente y que (lo que es) en la carne no es el hombre» (Serm., 154,10,15). Aunque «el cuerpo sea de naturaleza diversa a la del espíritu, no es, sin embargo, extraño a la naturaleza del hombre… El hombre es un compuesto de espíritu y cuerpo»
(De contin., 12,26); esta unión de ambos componentes «es una gran maravilla incomprensible al hombre: es el hombre» (De Civ. Dei. Ahora bien, Agustín parece concebir la unión alma-cuerpo como mera interacción dinámica, fuertemente jerarquizada: el alma usa el cuerpo a modo de instrumento; «el hombre… es un alma racional que utiliza el cuerpo mortal y terreno» (De mor. eccles., 1,27); «el alma es una sustancia racional apta para regir el cuerpo» (De quant. animae, 13,22).
¿Qué decir de estos textos y de otros semejantes que podrían aducirse? Es manifiestamente exagerado hablar de dualismo o platonismo estrictos en San Agustín. Contra tal suposición está el hecho significativo de que nuestro doctor tendió a diferir la retribución esencial hasta la resurrección escatológica, pues sólo entonces se daría de nuevo el hombre entero, el sujeto idóneo de dicha retribución (Ruiz De La Peña, J. L., La otra dimensión. Escatología cristiana).
Con todo, no puede dudarse de que el inmenso influjo que el obispo africano ejerció en todo el pensamiento cristiano inclinó a éste hacia unas formas de pensamiento platonizantes y, en lo que atañe a la antropología, a una comprensión del ser humano en la que el momento de la composición prima sobre el de la unidad, y el alma se destaca hegemónicamente sobre el cuerpo (Santander 19863, 286). Con todo, no puede dudarse de que el inmenso influjo que el obispo africano ejerció en todo el pensamiento cristiano inclinó a éste hacia unas formas de pensamiento platonizantes y, en lo que atañe a la antropología, a una comprensión del ser humano en la que el momento de la composición prima sobre el de la unidad, y el alma se destaca hegemónicamente sobre el cuerpo (Gilson, E., El espíritu de la filosofía medieval, Madrid 1981,181-18)
1.2. La época medieval.
Cuando pasamos de la literatura patrística a la teología medieval, lo primero que llama la atención en lo tocante al problema alma-cuerpo es el cambio del marco en que dicho problema se despliega. Si durante los primeros siglos la antropología cristiana era función de la cristología, la reflexión antropológica de la alta escolástica sitúa el discurso sobre los componentes del hombre en el horizonte de la escatología. Por otra parte, el pensamiento patrístico afirmaba, según vimos, que el hombre es la unidad de alma y cuerpo, o consiste en alma más cuerpo. Pero cuando se trata de pronunciarse acerca de la naturaleza de la unión o sobre cuál de los dos elementos es el predominante, la unanimidad desaparece y da paso a la perplejidad, puesta de manifiesto en un texto agustiniano citado más arriba («¿cómo definiremos al hombre?… Seria largo y difícil…»). En este punto los pareceres se bifurcan, oscilando entre la tendencia filosomática de un Ireneo y la filopsiquica de un Agustín.
La teología medieval heredará este problema de la patrística; a su solución se aplicará con un apasionamiento que resultaría sorprendente si no se advirtiese qué era lo que realmente estaba detrás de este debate. Como se señaló antes, fue la determinación cristológica de la antropología lo que en la época patrística había dictado la recuperación del cuerpo en la comprensión de lo humano; ahora será la escatología (el discurso cristiano sobre la salvación consumada) lo que imponga la consideración de la unidad sustancial cuerpo-alma.
Así pues, y como señala Heinzmann oportunamente, los teólogos medievales no se preguntan por la esencia humana movidos por un interés metafísico; lo que les mueve es el interés existencial de comprender al hombre en el marco de la historia salvífica y en su desembocadura. Porque de lo que se trataba en el fondo era, ni más ni menos, que de la salvación del hombre. ¿Cómo se cumple, de hecho, la promesa salvífica en el ser humano concreto? ¿Qué es lo que de él se salva? ¿Tan sólo una parte o la totalidad? Es claro que la salvación tiene como beneficiario al hombre entero, alma y cuerpo: así lo testifica la fe en la resurrección. Pues bien, la antropología platónica ofrece un sólido anclaje a la salvación del alma, mas, en contrapartida, amenaza con dejar fuera de juego la del cuerpo; en lo que a éste atañe, Aristóteles parece más prometedor que Platón.
El reinado del alma, que se había iniciado con Platón y cuyas huellas hemos ido rastreando en los trece primeros siglos, conoce de nuevo un momento cenital con el dualismo cartesiano de la res cogitans y la res extensa y, transmutado en el reino del espíritu, se consolida con el idealismo alemán, de Kant a Hegel.
La venganza del cuerpo se hizo esperar, pero cuando se produjo La venganza del cuerpo se hizo esperar, pero cuando se produjo fue terrible. Los materialismos del siglo XIX serán el brazo ejecutor de esa venganza. La antropología, que había sido en realidad psicología, logos de la psyché, devino primero ciencia de la conciencia (Freud), y después —a instancias del behaviorismo— ciencia de la conducta, virtuosa observadora de esa caja negra en que parecía haberse convertido el hombre.
El cambio de régimen se consuma: al reino aristocrático del alma o del espíritu sucede la presidencia democrática del cuerpo o de la materia. El corrosivo ingenio de B. Russell zanjaba la cuestión con una célebre boutade: el espíritu es la materia en estado gaseoso. En torno a los años cincuenta del siglo XX, se inicia lo que parece ser el imparable ocaso del conductismo, al que le han llovido críticas desde todos los ángulos, incluso desde donde menos podía esperarse concepto de mente, término con el que ahora se designa lo otrora denotado por términos como alma o espíritu.
2.1. La teoría de la identidad.
Herbert Feigl es el creador de la teoría de la identidad mente-cerebro, ampliamente divulgada entre filósofos y neurólogos anglosajones6. Posteriormente, el propio Feigl manifestó serias reservas sobre la validez de su hipótesis, lo que no obsta para que ésta continúe siendo «actualmente la más influyente», según Popper, de todas las emitidas desde una ontología materialista. El primer objetivo de Feigl es la superación del conductismo mediante la reivindicación de la realidad de la mente.
El hombre es algo más que un mecanismo automático de estímulo-respuesta; en él, amén de una conducta, hay factores causales de esa conducta; los eventos, procesos y estados mentales poseen una realidad propia, anterior al comportamiento y causante del mismo. El ser humano es un yo consciente, dotado de una «estructura central de la personalidad» que opera como «eslabón en la cadena causal de nuestra conducta». La mente (the self, the ego) es, pues, una realidad objetiva; no es la conducta, sino el principio interno de la conducta.
Es esta rehabilitación del carácter real de la mente lo que funda la actualidad y urgencia de la cuestión mente-cerebro. La respuesta de Feigl a la misma va a ser la de la identidad psiconeural: la mente existe, pero es el cerebro. Feigl sostiene no sólo que la mente es el cerebro y que, por tanto, lo psíquico es reducible a lo biológico, sino además que lo biológico es, a su vez, reducible a lo físico.
2.2. El hermetismo.
¿Es aceptable esta representación de lo real? El materialismo emergentista piensa que no. Cierto que sólo existe la materia, que todo lo real es material; pero la materia se despliega en niveles de ser cualitativamente distintos. Cada uno de estos niveles supone el anterior, pero lo supera ontológicamente y es irreducible a él. El energetismo defiende, pues, un monismo de sustancia —la materia es la única sustancia base— y un pluralismo de propiedades; esa única sustancia se articula en esferas de ser diversas, regidas por leyes diversas y dotadas de capacidades funcionales diversas.
El argumento capital del emergentismo es el carácter extraordinariamente variado, rico, multiforme y creativo de la realidad. «Los sucesos mentales son ciertamente emergentes respecto de los sucesos biológicos no mentales». De donde se sigue que «todo estado mental es un estado cerebral, pero no viceversa, únicamente la actividad cerebral especifica de ciertos sistemas neuronales es actividad mental.
La propiedad emergente más destacada del sistema cerebral humano es «la plasticidad», su aptitud para la autoprogramación y autoorganización, debida al hecho de que la conectividad intercelular es variable, no está fijada de antemano y para siempre. De la plasticidad, en fin, derivan las cualidades irreductibles del cerebro, lo que en una palabra llamamos mente. Así pues, a la pregunta de qué es la mente, Bunge responde: «la mente no es un ente separado del cerebro o paralelo a él o interactuante con él… La mente es una colección de actividades del cerebro» [contra el dualismo]…; «propiedad emergente que sólo poseen los organismos dotados de sistemas neuronales plásticos de gran complejidad» [contra el fisicalismo]
Ibid., 83-88; cf. ID., Materialismo y ciencia, Barcelona 1981, 9s.; Epistemología, 140. Para una evaluación de la posición de Bunge, vid. RUIZ DE LA PEÑA; Las nuevas antropologías…, 171-173, 211-217; ECCLES, La psique…, 44ss.; cf. BUENO, G., en Actas…, 154-159, y el diálogo entre Bueno y Bunge, ibid., 33-49.
2.3. El dualismo interaccionista.
Hasta aquí las interpretaciones materialistas del problema mentecerebro en su doble versión, la fiscalista y la emergentista. Pero se equivocaría quien pensase que el monismo materialista es la hipótesis predominante; según el testimonio —obviamente no sospechoso— de Bunge, el dualismo continúa siendo hoy la teoría más popular entre filósofos, psicólogos y neurólogos.
Popper ataca el problema mente-cerebro desde la perspectiva de su famosa teoría de los tres mundos. Además del mundo de las entidades físicas (Mundo 1), existe el mundo de los fenómenos mentales (estados de conciencia, experiencias subjetivas, disposiciones psicológicas…), o Mundo 2, y el mundo de los productos de la mente (las historias, las teorías científicas, los mitos explicativos, las instituciones sociales, las obras de arte…), o Mundo 3. Nadie duda de la realidad del Mundo 1. ¿Cómo probar la de los mundos 2 y 3?
Según Popper, es real todo aquello que produce efectos empíricamente comprobables. Serán, pues, reales las entidades que, sea cual fuere su naturaleza, «pueden actuar causalmente o interactuar con cosas materiales reales ordinarias», aun cuando su realidad parezca más abstracta que la de las cosas ordinarias. Pues bien, los objetos del Mundo 3 son reales en este sentido: independientemente de su materialización o «incorporación», actúan o pueden actuar sobre el Mundo.
El dualismo interaccionista de Popper ha recibido el refrendo entusiasta de Eccles, que no es el único neurólogo de relieve que se declara dualista; antes que él lo había hecho su maestro Sherrington, y hoy le acompañan en su opción figuras tan sobresalientes como W. Penfield y R. W. Sperry. El problema mente-cerebro dista, pues, de haberse solventado en favor de los materialismos desde el terreno empírico de la neurología; como se recordará, tal era la esperanza de los teóricos de la identidad, esperanza que se revela, hoy por hoy, infundada.
2.4. La propuesta de los cibernéticos.
La propuesta de los cibernéticos La última aproximación al debate que nos ocupa procede de un área novísima en el concierto de las ciencias: la que trata de los ordenadores y de la cibernética en general.
Realmente, los intentos de homologar los organismos vivos y las máquinas son muy antiguos, pero sólo comenzaron a ser tomados en consideración cuando la electrónica revolucionó el mundo de aquéllas, llevándolas a un tan alto grado de sofisticación que imponen irresistiblemente la cuestión fascinante de si no llegarán a rivalizar con los hombres —e incluso a sobrepasarlos— en sus capacidades funcionales. Ahora bien, si una máquina puede ser una entidad inteligente, ¿por qué no considerar a los organismos inteligentes como máquinas?
En rigor, la lógica del discurso fisicalista anticipaba ya esta ecuación entre el hombre y la máquina. En efecto, el postulado del fisicalismo es la reducción de todo lo real a los parámetros de lo físico. La mente es el cerebro, pero el cerebro es, en último análisis, una estructura física, regida por leyes físicas y dotada de propiedades físicas.
Un correligionario de Feigl, D. M. Armstrong, se expresa en este punto con suma claridad: supuesto que la mente es el cerebro y que éste, en cuanto realidad biológica, «es explicable en principio como una aplicación particular de las leyes de la física», se sigue que «el hombre no es sino un objeto material y no tiene sino propiedades físicas».
Dando un paso más, D. Mackay se atreve a sugerir que «toda conducta humana tendrá un dia una explicación mecánica», y que no hay que esperar mucho para «hallar un sustituto mecánico de las tomas de decisión racional humana». En esta misma línea, probablemente la expresión más categórica de la ecuación hombre-máquina, y también la más radical, es la ofrecida por un cibernético español, Luis Ruiz de Gopegui. He aquí una síntesis de su pensamiento:
El punto de partida es la aseveración de un robusto monismo fisicalista y la consiguiente repulsa no sólo del dualismo, sino de cualquier otro materialismo, especialmente del emergentismo. «Los avances de la cibernética, la informática y la neurofisiología… han consolidado la postura del reduccionismo físicalista». Reiterando algo ya señalado anteriormente por Armstrong, el materialismo emergentista le parece a Ruiz de Gopegui
una simple «versión moderna y pagana, más o menos desfigurada, del viejo dualismo».
Una vez sentado el postulado físicalista como premisa mayor del discurso, se procede de inmediato a la doble homologación mente-cerebro, cerebro-máquina. «Las investigaciones neurofisiológicas de los últimos treinta años demuestran de forma clara que las hipótesis anteriores [sobre la naturaleza de la mente] son inaceptables»; «en la actualidad, si se analiza qué es la mente…, no queda ya otro remedio que admitir que se trata de un proceso material… Los procesos mentales, que en realidad deben entenderse como procesos de elaboración de información, son auténticos procesos físicos…
Desde un punto de vista estructural, los procesos cósmicos, biológicos y mentales son de la misma naturaleza». La inteligencia natural del hombre y la inteligencia artificial de la máquina son «producto directo de la física», subyacen a las mismas leyes y funcionan según los mismos mecanismos: «pensar es simplemente un proceso fisicoquimico». Citando a Thomas H. Huxley, Rute de Gopegui remata esta interpretación maquinista del hombre con la frase: «somos autómatas conscientes».
Pero, si bien se mira, también la máquina es —al menos potencialmente— un «autómata consciente». La consciencia, en efecto, o para decirlo más claramente, la autoconciencia, no es en modo alguno privilegio exclusivo del hombre. «Las máquinas inteligentes de mañana… serán en cierto modo conscientes, en el sentido de que podrán saber lo que quieren hacer y por qué lo quieren hacer». Dado que la autoconciencia es sólo un tipo de conocimiento abstractivo, para alcanzar este nivel se precisa tan sólo perfeccionar la aptitud para las operaciones abstractas que ya ahora poseen las máquinas, si bien en proporciones todavía modestas. Con la autoconciencia, la inteligencia artificial alcanzará también la cualidad de la subjetividad. A la postre, pues, se habrá desembocado en «la autoconciencia artificial», en «la máquina-sujeto».
En todo este proceso de consecución de la autoconciencia subjetiva por parte de la máquina juegan un papel decisivo los mecanismos de aprendizaje. Nada se opone, según nuestro autor, a que la inteligencia artificial, que ya está equipada de memoria y de capacidad de razonamiento, asimile tales mecanismos. «Las diferentes etapas que componen un proceso de aprendizaje son todas operaciones al alcance de nuestros modestos computadores electrónicos.
En suma, y recapitulando: ni el discurso racional, ni la aptitud para el aprendizaje, ni la autoconciencia, ni la subjetividad son cualidades privativas del hombre; todas ellas pueden serlo también de la máquina. Así pues, la mente es el cerebro, y el cerebro es un robot. El hombre-sujeto es simple fase estacional del proceso hacia la máquina-sujeto.
2.5. Evaluación.
Para ver una crítica a estas posiciones favor leer las Páginas 125 a la 128, del libro base de esta materia.
REFLEXIONES SISTEMÁTICAS
Título | Página |
El hombre, ser uno: el no al dualismo | página 129 a la 134 |
El hombre, cuerpo y alma: el no al monismo. | Página 132 a la 134 |
El hombre es cuerpo | Página 134 a la 128 |
El hombre es alma. | Página 138 a la 144 |
. De nuevo: el hombre, unidad de alma y cuerpo | Página 144 a la 149 |
El problema de la inmortalidad del alma | Página 149 a la 151 |