LA ANTROPOLOGÍA DEL NUEVO TESTAMENTO

1. Los sinópticos.

El diccionario de la RAE nos dice que sinóptico, viene Del lat. mod. synopticus, y este del gr. συνοπτικός synoptikós, adj. Que tiene forma o caracteres de sinopsis. Tabla sinóptica. Cada uno de los Evangelios sinópticos. Una sinopsis es un resumen sobre algún tema específico, generalmente la sinopsis sirve para hacer una exposición breve y concisa de un libro (Brnily.lat).

Si ya la interpretación del hombre en el Antiguo Testamento era función de la teología, en el Nuevo Testamento el discurso antropológico deviene cristología y soteriología. Cristo es, en efecto, para el Nuevo Testamento ho télelos ánthropos, el hombre cabal del que Adán (el hombre antonomastico del Antiguo Testamento) era simple esbozo (Rm 5,14).

No obstante, reinó la muerte desde Adán hasta Moisés, aun en los que no pecaron a la manera de la transgresión de Adán, el cual es figura del que había de venir.

1.1 El hombre ante Dios.

El dato primero de la antropología veterotestamentaria (perteneciente o relativo al Antiguo Testamento) es el que asigna al hombre la condición de criatura de Dios. Este dato se revalida con vigor en los tres primeros evangelios. El hombre ha recibido de Dios no sólo el ser, sino también la continuidad en la existencia.

Así lo muestra el canto a la providencia de Mt 6,25-34: al afán con que los gentiles tratan de asegurarse los medios necesarios para la subsistencia, Jesús opone la entrega confiada del creyente en las manos de Dios.

25 Por tanto os digo: No os afanéis por vuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de beber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir. ¿No es la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas? ¿Y quién de vosotros podrá, por mucho que se afane, añadir a su estatura un codo? Y por el vestido, ¿por qué os afanáis? Considerad los lirios del campo, cómo crecen: no trabajan ni hilan; 29 pero os digo, que ni aun Salomón con toda su gloria se vistió, así como uno de ellos. 30 Y si la hierba del campo que hoy es, y mañana se echa en el horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más a vosotros, hombres de poca fe? No os afanéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos, o qué beberemos, o qué vestiremos? Porque los gentiles buscan todas estas cosas; pero vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas. Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas. Así que, no os afanéis por el día de mañana, porque el día de mañana traerá su afán. Basta a cada día su propio mal)

De ahí ha de surgir una actitud de completa disponibilidad, como la del siervo ante su señor: Mt 13,27s.; 18,23; 24,45ss.; 25,14-30.

Siendo radicalmente dependiente de su creador, el hombre ha de observar «el primero de los mandamientos» («amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas»: Me 12,29-32), convertir el «hágase tu voluntad» (Mt 6,10) en su oración cotidiana y sentirse «siervo inútil» aun después de haber hecho todo lo que podía y debía hacer (Le 17,10). Sin embargo, la dialéctica señor-siervo experimenta en la predicación de Jesús una significativa flexión: el señor es padre, el siervo es hijo (Mt 5,16; 6,1.4.6.9.32; 7,11).

Hasta qué punto esa paternidad divina es cercana y amistosa, se señala de forma conmovedora en la parábola del hijo pródigo (Le 15,11-32). A tal paternidad debe corresponder el hombre con la misma actitud confiada y amorosa del niño para con su padre: «si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18,3; cf. Mt 19,13-15). Donde falta la vivencia de la paternidad benevolente de Dios, surge en su lugar la premura angustiosa por los bienes de la tierra; ése es el caso de los paganos, es decir, de quienes no saben literalmente cómo es Dios y, por tanto, «se afanan por todas estas cosas» (Mt 6,32).

Si el hombre se realiza como tal en la filial apertura a Dios, entonces ha de dar a su existencia una estructura dialogal. Que el ser humano es ante todo un «oyente de la palabra» nos lo había notifica do ya el Antiguo Testamento. Los evangelios confirman este rasgo de la antropología bíblica: serán dichosos aquellos hombres que «oyen la palabra de Dios y la guardan» (Le 11,28), que saben alimentarse «no sólo de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4). Justamente por ser relación a Dios y a su palabra, el hombre es el más alto valor de la creación, el fin no mediatizable y al que todo está subordinado: «el sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado» (Me 2,27; cf. Mt 10,31; 12,12).

1.2. La terminología antropológica.

Para el ámbito en el que surgen los escritos del Nuevo Testamento que nos interesan, sigue siendo válida, en líneas generales, la constante antropológica hebrea del hombreunidad psicosomática. Sobre este extremo no se sabría insistir suficientemente; la mayoría de los especialistas lo subrayan con énfasis.

En el momento en que se redactan los sinópticos y las cartas paulinas, la idea de un estado de «desencarnación», como eventual forma de existencia humana, no ha aparecido todavía en el judaísmo palestino; lo hará hacia los últimos años del siglo I. Antes de esa fecha, el término psyché connota en las fuentes literarias judías rasgos corporales.

Advertimos esto no para prejuzgar nuestra cuestión, sino para cuestionar la hipótesis (posible en principio) de un giro antropológico en el Nuevo Testamento, propiciado por supuestos avances de las concepciones judías de la época hacia una antropología helenista; tales avances no son verificables. Habrán de ser, pues, los propios textos neotestamentarios los que respondan por sí mismos a la cuestión.

El estudio de la antropología de los sinópticos cuenta con numerosas monografías. A nuestro objeto interesan, sobre todo, los resultados obtenidos en torno al concepto de psyché. Los resumimos concisamente.

a) Psyché aparece 37 veces en los sinópticos. De ellas son muy frecuentes los lugares en que la equivalencia psyché-nefes es obvia e indiscutible; como ya hemos visto, tal equivalencia está avalada por el uso de los LXX. Es importante al respecto el texto de Me 8,35 (cf. Mt 16,25; Le 9,24; Mt 10,39; Le 17,33), que contiene una célebre sentencia (semejante a la que se encuentra en Jn 12,25): «quien quiera salvar su psyché la perderá; pero quien pierda su psyché por mí y por el evangelio, la salvará».

Aquí no se habla de dos modos de existencia, el terreno del ser humano encarnado y el celeste del alma desencarnada; se habla más bien de una vida (psyché = nefes) contemplada como unidad indivisible, que se logra o se malogra en la medida en que se acepte o se rechace el seguimiento de Jesús, sin que se nos describa más precisamente en qué consiste la solería psyché.

El añadido de los vv. siguientes (Me 8,36s.: «¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su psyché! Pues ¿qué puede dar el hombre a cambio de su psychél*) es redaccional; ambos logios han sido yuxtapuestos por la tradición sinóptica, porque uno y otro tratan de la psyché, pero el contexto original era distinto. Mientras que Me 8,35 y par. inculcan la necesidad de seguir a Jesús, Me 8, 36-37 (=Mt 16,26) resalta un axioma de la sabiduría popular: la vida es el bien supremo, vale más que los restantes bienes. En todo caso, la sinonimia psyché-nefes es puesta al descubierto por la versión de Lc 9,25, donde la psyché de Mc y Mt ha sido sustituida —probablemente en atención a los lectores griegos del tercer evangelio— por el pronombre reflexivo.

Los dos logia citados no suponen, pues, una antítesis alma-cuerpo; la antítesis gira en torno al doble sentido de la palabra «vida» {psyché), que puede significar tanto el principio de la existencia terrena, la vitalidad*, cuanto la salvación, la vida en su acepción plenaria, ofrecida a los que creen en Cristo. No es cuestión aquí del valor del alma inmortal, como se entendió a menudo, sino del valor de la obra salvífica de Cristo, único medio de que dispone el hombre para asegurarse la vida.

El uso veterotestamentario de significar al hombre entero con el término nefes se trasluce de nuevo en textos como Me 10,45, donde Jesús se apropia el destino del Siervo de Yahvé (Is 53,11), consistente en la entrega de la vida en favor de «los muchos»10, y Mt 11,29 (quien toma sobre si el yugo de Jesús encuentra descanso para su vida), que es un eco de Jr 6,16. En Me 3,4 (= Lu 6,9), «psyché significa, por sinécdoque, un hombre, una persona. En Lc 12,16-20, psyché designa indistintamente el yo (v. 19) y la vida (v.20), remitiéndonos a expresiones hebreas características: la nefes «come y bebe» (Qo 3,13) o «es tomada» (Jb 27,8; 31,30)12. Mt 26,38 (= Me 14,34) evoca Sal 42,6, con nefes funcionando como pronombre personal. En fin, el cotejo de Le 21,19 —«con vuestra perseverancia salvaréis tas psychás hymóm— y Me 13,13 —«el que persevere hasta el fin, ése {putos) se salvará»— confirma de nuevo la equivalencia psyché-nefes, dado que nefes se usa comúnmente como pronombre personal.

Podemos concluir que psyché, en el lenguaje de los sinópticos, recubre el significado de la palabra hebrea nefes, y no responde al concepto «alma» de una antropología «alma-cuerpo». Traducirlo por «alma» daría lugar a malentendidos; la traducción que propone Dautzenberg es «vida», entendiendo ésta como «vida ligada a un cuerpo», sin restringir ese significado a «la vida terrena».

2. Los escritos paulinos.

2.1. La terminología.

Pablo no ha elaborado, como es obvio, una antropología sistemática; le interesa únicamente la dimensión teologal del ser humano. En este punto coincide la generalidad de sus comentaristas, así como en señalar que es la imagen veterotestamentaria de hombre lo que suministra al apóstol la base de su propia visión antropológica: «el concepto paulino de hombre —salvo matices particulares— es fundamentalmente el del Antiguo Testamento». El examen de la terminología paulina confirma este aserto.

El término psyché es «relativamente raro en Pablo» y no juega en él «ningún papel importante». La continuidad con el Antiguo Testamento se manifiesta en la expresión pasa psyché, que traduce literalmente al hebreo kol nefes, con el significado de «ser vivo» o, más concretamente, «ser humano»: Rm 2,9; 13,1. La equivalencia psyché-nefes se impone, por lo demás, en el uso paulino sin excepciones; psyché significa, como nefes, la fuerza vital propia de cada ser, el mismo ser y, en fin, el hombre o el pronombre personal. Rm 11,3 y 1 Co 15,45 citan respectivamente a 1 R 19,10 y a Gn 2,7; en Rm 16,4, 1 Ts 2,8 y Flp 2,30, la ecuación psyché = vida es palmaria; en 2 Co 12,15, el «vuestras almas» está evidentemente por el pronombre «vosotros».

Sólo una vez aparece psyché junto a soma, en 1 Ts 5,23: «que todo vuestro ser, el espíritu (pneüma), el alma (psyché) y el cuerpo (soma) se conserve sin mancha…». Esta enumeración del pneüma, la psyché y el soma no pretende sugerir una concepción tricotómica del hombre, como si éste se compusiera de tres elementos diversos; es un modo típicamente hebreo de designar a la persona en la totalidad de sus dimensiones. Expresiones parecidas aparecen en Dt 6,5 («amarás a Yahvé tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza»; cf. Me 12,29-32); Sal 16,9-10 (en Dios descansan «el corazón», «las entrañas», «la carne», «el alma» del israelita piadoso); etc.

El término pneuma reviste en Pablo diversos significados, de acuerdo nuevamente con la polivalencia del hebreo ruah. Ante todo, y al igual que en el Antiguo Testamento, donde nefes y ruah son frecuentemente equivalentes, «Pablo puede usar pneuma en un sentido análogo a psyché»: así, en 1 Co 16,18 pneuma está por el pronombre personal, como en 2 Co 2,13 (compárese el «mi pneuma no tuvo punto de reposo» con la expresión sinónima de 2 Co 7,5: «no tuvo sosiego nuestro sarx»; en ambos textos, tanto pneuma como sarx son reducibles al pronombre personal).

En Pablo las nociones antropológicas remiten siempre al hombre concebido como totalidad indivisible. Particularmente significativa al respecto es la ausencia de la contraposición alma-cuerpo como partes distintas y mutuamente separables del mismo yo, así como la importancia que cobra en Pablo el término soma. Ese yo encarnado, unitario, es un ser relacional, que se logra o se malogra en su encuentro con el prójimo y con Dios; es un sujeto responsable, ca paz de optar por la afirmación de sí mismo o por la apertura al Espíritu, que lo sustrae al ámbito de la sarx para introducirlo en una nueva esfera vital.

En ese caso, aun «viviendo en la carne», ya no vive «según la carne»; su «cuerpo viviente», que es ahora «templo del Espíritu», está llamado a transformarse en «cuerpo espiritual». El hombre-carne no tiene porvenir, subyace al imperio de la caducidad y de la muerte. El hombre-cuerpo, en cambio, puede anexionarse al «cuerpo de Cristo que es la Iglesia» y traspasar así su finitud nativa.

Llegados a este punto, se impone abordar la visión paulina de la categoría «imagen de Dios». En efecto, es en y por Cristo, la genuina imagen de Dios, como se realiza el tránsito de la existencia carnal a la espiritual y el hombre resulta «nueva creación».

2.2. Cristo, imagen de Dios; el cristiano, imagen de Cristo.

La caracterización veterotestamentaria del hombre como imagen de Dios es conocida por Pablo: «el hombre no debe cubrirse la cabeza, porque es imagen (eikóri) y gloria (doxa) de Dios» (1 Co 11,7). La frase siguiente («pero la mujer es la gloria del hombre») parece poner en duda que ella sea también imagen de Dios; en la literatura rabínica existen textos que le niegan esa cualidad. Es, pues, posible que Pablo participase de esta (desafortunada) opinión. Pero en cualquier caso la aportación más original del apóstol al tema de la imagen se localiza en el giro cristocentrico que le imprime.

Adán, que definía para el Antiguo Testamento la idea de hombre y, por ende, la de imagen de Dios, no era sino «figura» (typos) del que había de venir» (Rm 5,14), mero boceto aproximativo de la realidad-hombre. Pero además Adán claudicó en su vocación, deformando la imagen por el pecado (Rm 5,12-19). Era, pues, preciso un «Adán» verdadero, un hombre cabal en quien la imagen de Dios se reflejase con toda su
autenticidad. Ese hombre es Cristo, «quien es imagen de Dios» (2 Co 4,4).

¿Qué significa esta expresión?

Inmediatamente antes, el apóstol se ha referido a «la gloria (dóxa) de Cristo». «Imagen» y «gloria» son, pues, asociados en 2 Co 4,4, como lo habían sido en 1 Co 11,7 a propósito del hombre en general.

Con ello se quiere indicar que la «imagen» no se limita a ser una simple copia; es además una especie de reproducción que irradia esplendor, que no puede no ser perceptible para quien la contempla. Cristo resucitado lleva impresa la huella de la majestad y santidad divinas, es decir, de «la gloria de Dios que está en la faz de Cristo» (2 Co 4,6).

Con otras palabras, el Señor es la manifestación fidedigna e inequívoca de la divinidad. En Col 1,15 se precisa que Cristo es «imagen del Dios invisible»; ese Dios que no puede ser visto con ojos humanos se hace ahora contemplable en su Hijo; se nos revela en una exacta reproducción que participa de todo el poder de deslumbramiento propio del original. Siendo una persona viviente, esa «imagen de Dios» no es una imitación artificial e inerte, sino una presencia animada de lo en ella reproducido.

Si el hombre (Adam) era, en cuanto imagen de Dios, gestor y presidente de la creación, Cristo, la imagen arquetípica, lo es de forma acabada: «primogénito de toda la creación», la recapitula y le confiere consistencia (Col 1,15.17.18)71. A partir de aquí, el destino del hombre no es ya ser imagen de Dios, sino imagen de Cristo. O mejor, el único modo como el hombre puede llegar a ser imagen de Dios es reproduciendo en sí mismo la imagen de Cristo, «que es imagen de Dios»: «nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos» (2 Co 3,18). A diferencia de Moisés, que tuvo que velar su rostro resplandeciente para no atemorizar a los israelitas (Ex 34,33ss.), los discípulos de Cristo no tienen que cubrirse; el fulgor de sus rostros es permanente y progresivo.

3. Consideraciones finales.

Cabe preguntarse ahora qué importancia tiene el que el Nuevo Testamento haya perseverado en esta concepción, pese a que, en el momento en que se redacta, ya es conocida —también en círculos judíos— la comprensión dicotómica que piensa al hombre como ser compuesto de alma y cuerpo. La cuestión es importante, porque una interpretación del hombre como composición de dos partes (alma más cuerpo) no podía tener en la época a que nos referimos otra traducción especulativa que la que le prestaba el dualismo metafísico y antropológico. Dualismo que, pensado coherentemente, hacía inviables dos verdades cardinales de la naciente fe cristiana: la encarnación del Verbo y la resurrección de Jesús y de los muertos.

Particularmente significativa en este punto resulta la posición de Pablo. El apóstol conocía, sin duda, la concepción dicotómica del ser humano, así como la popular doctrina de la inmortalidad del alma.

Sin embargo, y a pesar de los buenos servicios que de ellas podía recabar (por ejemplo, para hacer más comprensible la compatibilidad del ser con Cristo por la muerte y la esperanza de la resurrección escatológica), soslaya sistemáticamente el esquema almacuerpo e insiste incansablemente en el carácter corpóreo de su concepto de salvación.

4. Cuestión complementaria: el debate exegético sobre el esquema alma-cuerpo

Para vislumbrar posiciones importante contrarias a estas ya presentada le remito a la página 84 del libro base: Juan Luis Ruiz De La Peña Imagen De Dios Antropología Teológica Fundamental

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