1.1. La génesis de la idea.
¿Dónde y cómo ha nacido la idea de persona? En principio, podría suponerse que el trayecto seguido por ella va de la antropología a la teo-logia, de la experiencia que el hombre tiene de sí mismo a la representación que se hace del ser divino. Hay, sin embargo, buenas razones para dudar de la exactitud —histórica y especulativa— de tal hipótesis; Pannenberg las ha señalado reiteradamente. Según el teólogo alemán, es desde la captación de lo divino y de su relación con ello como el hombre se autocomprende a sí mismo en primera instancia, de modo que «el origen del concepto de persona se encuentra en el terreno de la experiencia religiosa, en el encuentro con la realidad divina». De la inviolable majestad de Dios habría derivado por participación la dignidad personal del hombre.
En todo caso, cuanto antecede es cierto al menos en lo que atañe a la antropología bíblica. La Biblia no posee el término persona. Pero hemos visto que describe al hombre por medio de una triple relación: de dependencia, frente a Dios; de superioridad, frente al mundo; de igualdad, frente al tú humano. Este triple «frente a» hace del hombre bíblico un ser relacional y, como luego veremos, la idea de persona tiene mucho que ver con la racionalidad.
De las tres relaciones, la más destacada es la teologal; de ella extrae el hombre la persuasión (de ninguna manera evidente) de su superioridad sobre el entorno mundano (Sal 8) e incluso la conciencia de su mismidad como sujeto.
Antes, en efecto, de autocomprenderse como yo, el israelita piadoso comprende su ser como referente, remitido y relativo al tú antonomástico de Yahvé, desde el que accede al propio yo.
A este origen religioso de la idea de persona parece orientar igualmente una constatación que resulta ya tópica y que se encuentra en autores de muy diversas ideologías: el pensamiento griego no conoció ni el término ni el concepto de persona. Así lo estiman diccionarios filosóficos y teológicos; filósofos como Garaudy, Zubiri, Mounier’, teólogos como Bultmann, O. Clément, Ratzinger, Auer, etc.
¿Qué es lo que impidió a la filosofía griega el acceso a la realidad personal?
Ante todo, el primado que en ella ejercieron la idea de naturaleza y las cualidades de lo inmutable, universal e intemporal como distintivas del ser más auténtico y real. El arquetipo de lo humano es de carácter cósmico (hombre-microcosmos, abreviatura de toda la naturaleza); la idea de hombre es ónticamente relevante, mas no su realización en el individuo singular concreto. Cuando se ve la individuación como degradación de la unidad originaria y lo temporal como manifestación accidental de lo universal eternamente idéntico a sí mismo, ya no hay posibilidad de reconocer al hombre su valor como realidad única e irrepetible.
La autoconciencia sirve, pues, no ya para captarse en la propia singularidad, sino para integrarse en la universalidad, sea ésta la universalidad inmanente de lo mundano (Epicuro, estoicismo), sea la universalidad trascendente de lo divino (Platón, neoplatonismo). Incluso para Aristóteles, que no ve en la individuación una caída, la multiplicidad de individuos no hace sino repetir la originalidad de la especie.
La terminología antropológica griega ilustra esta carencia del concepto de persona; en ella se privilegian las categorías de esencia (ousía), sustancia (hypóstasis) y naturaleza (physis). El término prósopon, que luego serviría para denotar nuestra idea, designa en primera instancia la máscara de teatro o, a lo sumo, la faz no sólo del hombre, sino de los animales e incluso de Helios, el sol; de su uso teatral parece haber surgido el latino persona (de personare, resonar), que recoge la función amplificadora de la voz de los actores.
La persona, pues, consiste en la relación. Esta no es algo meramente sobrevenido a aquélla; es más bien ¡apersona misma. Las con secuencias de esta intuición son inmensas. Por de pronto, la relación no es ya, como pensara Aristóteles, un simple accidente, algo situado en el extrarradio del mapa ontológico, sino una de las formas primigenias de lo real, al constituir la realidad suprema que son las personas divinas. El sentido genitivo del ser (yo soy de mí) da paso a su sentido dativo (yo soy para ti).
Contra todo intento de comprender el yo en clave de dominio o poder sobre el otro, se alumbra la comprensión contraria de un yo que se logra como tal entregándose. Más todavía: la misma noción de sustancia o esencia experimenta una significativa remodelación al ser emparejada con la de relación: la sustancia, siendo lo más propio, puede comunicarse sin por ello perder lo comunicado, que más bien cobra así, paradójicamente, su cabal identidad.
1.2. La teología medieval.
El primer intento de acuñar una definición precisa de la persona humana se debe a Boecio. La persona es «naturae rationalis individua substantia». La razón de persona se hace descansar en la imparticipabilidad de la sustancia; la naturaleza humana es caracterizada por la racionalidad.
El papel que la relación jugaba en la constitución de las personas divinas se silencia; a lo sumo, se alude a ella implícitamente con el adjetivo rationalis —lo racional, en efecto, es lo potencialmente relacional o intencional—, pero, en todo caso, el lugar que ocupa en la definición boeciana es secundario: el esencialismo de la ontología griega recupera el primer plano con el sustantivo substantia. De notar también que la corporeidad es la otra gran ausente, junto con la relación, de esta definición.
Pocos años más tarde, Justiniano describirá a la persona desde un punto de vista más jurídico que ontologico, contradistinguiéndola de las cosas y del esclavo; sólo el hombre libre (el que puede disponer de si) es ser personal.
La comunicación interpersonal sólo es posible sobre la base de una «existencia independiente», de una «substancia» o una «subsistencia», es decir, sobre el momento de la auto posesión del propio ser.
La persona se dará únicamente allí donde «el ser esté en sí mismo y disponga de sí mismo. Persona significa que en mi ser mismo no puedo, en último término, ser poseído por ninguna otra instancia, sino que me pertenezco a mí». Expresado en términos zubirianos: la razón de persona se constituye en primera instancia por la «suidad»; es persona la realidad subsistente «en la medida en que esta realidad es suya»
1.3. De la época moderna a nuestros días.
Esto será lo que ocurra con la antropología de Descartes. La egologia cartesiana ve en el ser humano a un sujeto relacionado consigo mismo y únicamente consigo mismo. El yo de Descartes es la autoconciencia cogitante ensimismada en su operación ad intra. Se trata udemás de una conciencia acorpórea; el sujeto que piensa-en-su-pensar se percibe como realmente distinto de su cuerpo y, por ende, como radicalmente extraño a su mundo circundante. El robinsonísino extremo de este yo des-relacionado equivale a una sutil despersonulización; la persona deja de ser una magnitud ontológica para reducirse a dato psicológico.
Con esta reducción del yo a la conciencia se inicia el proceso de pérdida de la persona, que en Hume conducirá a ver en la conciencia humana un simple «haz o colección de percepciones». El hecho de que el filósofo inglés preparase la negación del yo con la previa negación del concepto de sustancia” debiera reconciliarnos con la parte de verdad que había en las definiciones escolásticas antes criticadas.
Pero sugiere también que el sustancialismo cartesiano se ve afectado por un proceso de necrosis imparable cuando al sujeto pensante se le despoja de toda relación con lo otro y los otros.
Avanzando en este proceso, el idealismo romántico sacrificará el yo singular al Espíritu absoluto y objetivo, y el marxismo clásico sumergirá la subjetividad de la persona concreta en el anonimato colectivista de la sociedad; si es cierto que Marx definió al hombre como ser relacional (como «el conjunto de las relaciones sociales», sexta tesis sobre Feuerbach), el objetivo de esas relaciones se ubica en el universo impersonal de la especie, la clase, la producción y el trabajo, etc.
Tema | Página |
La situación actual | Leer página 166 del libro base |
La afirmación existencialista del sujeto | Leer pagina 167 a la 168 |
La proclamación estructuralista de la muerte del hombre. | Leer la página 169 hasta la página 171 |
3 La recuperación neomarxista de la subjetividad. | Leer la página 171 a la 173 |
Un balance | Leer la página 173 a la 175 |
Dios, tú del hombre; el hombre, tú de Dios | Página 176 a la 178 |
La persona, valor absoluto | Página 178 a la 179 |
La necesaria mediación de la imagen de Dios en la relación hombre-Dios | Página 179 a la 184 |
La persona en la «Gaudium et Spes | Página 184 a la 187 |
2.1 Persona y libertad.
«La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre» (GS 17). Con estas palabras llama la atención el concilio sobre la estrecha conexión existente entre las nociones de persona y libertad. Si la persona es el sujeto responsable, dador de respuesta, y si la responsabilidad presupone la libertad, entonces es claro que los conceptos de persona y libertad se implican mutuamente: el ser personal es ser libre, y viceversa.
2.2 Noción y características de la libertad humana.
Tradicionalmente, la libertad ha solido ser entendida como facultad electiva; pero ya San Agustín distinguía entre la libertas minor (el libre albedrío, la capacidad de elección) y la libertas maior (o capacidad de realizar el bien con vistas al fin); y Santo Tomás señalaba que, si bien no hay libertad sin libre albedrío, aquélla es más que éste; siendo libre, el hombre es causa sui; la opción de los valores —opción categorial— está en función de la opción de sí mismo —opción fundamental—; el poder elegir es para el poder autorrealizarse.
Hay que ir, pues, a un concepto más amplio de libertad que entiende ésta como facultad entitativa (no meramente electiva) consistente en la aptitud que posee la persona para disponer de sí en orden a su realización; la posibilidad humana de construir el propio destino. «La libertad no quiere decir que puedo hacer lo que quiera; en el sentido pleno de la palabra, significa más bien que debo llegar a ser lo que soy. Me presta la capacidad de ser yo mismo, de lograr mi identidad».
En esta concepción de la libertad coinciden hoy corrientes de pensamiento tan dispares como la antropología cristiana, el existencialismo y el neomarxismo humanista. El hombre es libre, señala el Vaticano II, cuando «tiende al fin con la libre elección del bien» (GS 17). La Instrucción «Libertatis conscientia» (= LC) se expresa de modo semejante: «la libertad no es libertad de hacer cualquier cosa, sino que es libertad para el bien» (LC 26,2)
Libertad no es, pues, primariamente, capacidad de elección de este o aquel objeto, sino de este o aquel modelo de existencia, a cuya realización se subordina la elección de los objetos, a saber, la selección del material indispensable para la acuñación de la mismidad personal.
Obviamente, la libertad así entendida implica la responsabilidad; el ser libre es aquel cuya suerte pende de sí mismo, por lo que está obligado a responder de ella. Si la ananké otorga a sus subditos la coartada perfecta que les ahorra la grandeza y el riesgo de la decisión -el pondus del responderé—, la libertad impone a sus ciudadanos la servidumbre del tener que responder de su logro o su malogro.
En resumen, una libertad sin horizonte, sin norte, sin tierra de promisión, es una libertad desorientada, desnortada, aterrada; no es sino apariencia de libertad. Por eso la ecuación ser libre — hacer lo que apetece es una falacia; con ella se está recayendo en la vieja idea de libertad como capacidad de elección indiferente entre diversas posibilidades, que termina condenando al hombre a la crónica e irresponsable indefinición. No se es más libre porque se pueda hacer lo que a cada cual le apetezca; se es más libre en cuanto que se opta en la dirección del ser-más-hombre, más-unomismo, más-persona.
Ahora bien, ser persona (lo hemos visto ya) significa disponer de si, y sólo dispone de sí el que se hace disponible, el que se pone a disposición. Es libre quien se posee a si mismo; y sólo se posee a si mismo quien, lejos de cerrarse sobre si en mortal autoclausura, se abre al riesgo de la relación con el tú y al futuro de su proyecto existencial. En el extremo opuesto, la exclusión de todo riesgo, la mayor seguridad posible, únicamente se da con la mayor limitación posible de libertad, por ejemplo con la renuncia a toda iniciativa y el abroquelamiento del yo en un recinto amurallado.
Tema | Tema |
Las actuales negaciones de la libertad | Página 194 a la 199 |
La noción cristiana de libertad | Página 200 a la 203 |
El concepto de ser social | Página 204 a la 206 |
La socialidad humana en la Biblia | Página 206 a la 209 |
La socialidad humana en el Vaticano II | Página 209 a la 211 |
Persona y sociedad | Página 211 |
Los relatos de creación del hombre | Página 214 a la 216 |
La actividad humana en el resto del A. T | Página 216 a la 219 |
La mundanidad asumida en Cristo | Página 219 a la 220 |
Los antecedentes | Página 222 a la 228 |
El capítulo III de la «Gaudium et Spes | Página 222 a la 228) |
3.1. El trabajo: su significado antropológico
De cuanto llevamos visto se sigue que, según la fe cristiana, Dios’ ha querido y creado al hombre como homofaber, y que así es como éste cumple su vocación de imagen de Dios. Por consiguiente, la disyuntiva «o Dios o Prometeo», puesta en circulación por los modernos ateísmos postulatorios, no es endosable al pensamiento cristiano.
Marx llamaba a Prometeo el gran santo del calendario laico; ¡pero Prometeo tiene cabida también en el santoral cristiano, al menos si! por tal se entiende al artífice de la ciencia y la técnica que promueven la condición humana. Ni el Dios bíblico es la divinidad helénica, celosa y rival del hombre, ni el hombre bíblico es el concurrente de Dios, sino su imagen y, en cuanto tal, su colaborador en la obra de la creación. La acción humana, lejos de
atentar contra la prerrogativa creadora divina, está prevista y querida por Dios como continuación de su acto creador.
Supuesta esta premisa básica, queda ahora por precisar cuáles son las dimensiones antropológicas del trabajo. Este es, como ya apuntara Marx, lugar privilegiado de la mediación entre el hombre y la naturaleza; pero es además, y sobre todo, expresión de la mundanidad específicamente humana y realización de su ser personal. Podemos, pues, distinguir en la acción humana las siguientes cuatro dimensiones: la natural, la personal, la social y la configuradora de lo real.
a) La dimensión natural-biológica es, estructuralmente, la primera a considerar en una antropología de la acción humana. El hombre está constituido de tal forma que el inacabamiento pertenece a su condición nativa. Es «un ser desesperadamente inadaptado» y de una mediocridad biológica sorprendente.
Desde el punto de vista morfológico, y en comparación con los restantes mamíferos superiores, ostenta una serie de carencias espectaculares: no tiene medio propio, no está especializado, no posee instintos. Biológicamente, pues, se diría de él que es un animal inviable y que su supervivencia es un milagro altamente improbable.
b) Las consideraciones precedentes preparan el terreno para la reflexión sobre la segunda dimensión del trabajo, la dimensión personal. Lejos de constituir un factor parcial de lo humano, que no afectaría sino a este o aquel aspecto de su problemática, el trabajo es la condición de posibilidad de la realización del hombre como persona.
En este punto insistía, como vimos, la doctrina conciliar; la tesis de que «el hombre vale más por lo que es que por lo que tiene» implica una ruptura con las visiones economicista o funcional de la actividad humana, a las que antepone la visión personalista.
c) La dimensión personal del trabajo que acabamos de considerar conduce a la ponderación de su dimensión social. A más de ser punto de articulación de la relación hombre-naturaleza, el trabajo lo es también de la relación individuo-sociedad. No podía ser de otro modo; toda vez que el hombre es ser personal y ser social, su acción ha de repercutir simultáneamente en su personalidad y su socialidad.
El trabajo crea comunidad: la labor es colaboración. O, mejor, debiera serlo. Porque también aquí se produce una lamentable distorsión del sentido original de la actividad humana: en vez de ser espacio de cooperación, se convierte muchas veces en escenario de una feroz competividad. Contra esta tendencia creciente (cuyo arquetipo, entre patético y cómico, es el «ejecutivo agresivo» y cuya plasmación real es la insaciable voracidad de las multinacionales), hay que recuperar el sentido comunitario del trabajo, la conciencia de que la actividad de los individuos y los grupos ha de coadyuvar al bienestar de todos, debe contribuir a la satisfacción de las necesidades generales, es una obligación de solidaridad y un servicio de fraternidad interhumana.
Tema | Página |
La idea de progreso: entre la crisis y la remodelación. | Página 236 a la 242 |
De la teología del progreso a las teologías de lo político. | Página 242 a la 247 |