¿Hay un ser humano que pregunta y un Dios le responde, o más bien hay un Dios que pregunta y un hombre capaz de responder? Dios ¿es una pregunta o una respuesta? Son las dos cuestiones primordiales tanto para la filosofía como para la teología. Ambas responden a ellas.
En la Biblia no es una necesidad humana la que suscita la pregunta sino una experiencia histórica. No es el hombre el que primero pregunta por Dios, sino Dios quien pregunta al hombre. Antes de que es ser humano buscase a Dios, ha sido encontrado por Dios y la búsqueda humana es derivada del encuentro divino. El haber sido encontrado por Dios suscita en nosotros el deseo de buscarle.
Estas son las dos dimensiones que van a constituir la teología: el dinamismo humano como búsqueda y pregunta por la realidad, por la existencia personal y por el futuro del ser humano, a la vez que la atención a lo que le puede advenir desde fuera, en la sorprendente novedad de una historia ante la que solo puede estar en espera y esperanza. Para la filosofía el ser humano es un buscador de Dios, mientras que, para la experiencia religiosa y sobremanera de la Biblia, el hombre es aquel que ha sido llamado y encontrado, identificado y enviado por Dios.
La teología no puede dar por resueltas de antemano las cuestiones de la apertura del humano al misterio, la afección por la cuestión de Dios y la capacidad para reconocer sus huellas, revelándose y dándosenos en nuestra historia. Por todo ello, el creyente necesita pensar; y el teólogo, en el acto mismo de pensar la fe, tiene que construir aquella filosofía a la que le impulsan los presupuestos y acompañamientos de las categorías bíblicas de creación, alianza, revelación, encarnación, santificación, consumación, en las que están implicados Dios y el humano. Tal filosofía nace de dentro y es construida con ayudas de fuera, tal como hacen Agustín con el neoplatonismo, y Tomás con Aristóteles, Rahner con Kant, etc.
Quizá ya pudiéramos dar desde este mismo umbral una respuesta a la pregunta del quehacer de la teología. Su primer deber es auscultar la condición humana, en sus dimensiones trascendentales a la vez que en percepción histórica que las personas de cada generación tienen de si mismas y de su capacidad radical para descubrir a Dios, adivinar qué actitudes la despliegan o frenan, qué ayudas culturales le serían las más favorables y cuáles por el contrario las que pervierten esos dinamismos. El teólogo tiene que ser inexorablemente un intérprete, exegeta del humano, mas no solo del humano en abstracto sino también del humano en concreto. Sin embargo, su misión más específica es discernir las huellas de Dios en la historia, viendo qué ecos encuentran en nuestras conciencias, oír, y acoger su palabra, sumergirse en ella, responderla y desde ella comprender, en la medida de lo posible, a ese Dios, a lo humanos y a la misma historia. La teología como saber específico sobre Dios nace de dos realidades fundamentales: la capacidad y apertura del ser humano al Absoluto y la encarnación de Dios, que en la historia se propone a sí mismo como fin supremo, bien máximo y tarea última del humano, es decir, como su salvación.
¿Cuál es la novedad de la teología en el cristianismo? La revelación en el cristianismo no se funda ante todo sobre un texto o sobre una ley, trasmitida por Dos gracias a un hombre, sea éste Moisés o Mahoma. La revelación cristiana está centrada en un hombre, Jesus, reconocido Hijo de Dios, un hombre al que el prólogo del Evangelio de Juan presenta como el ¨Logos¨ hecho carne.
Teología en este sentido, se funda en el Logos de Dios personal que es Cristo, partiendo de él. Así entendida como audición, acogimiento y participación en él, es una novedad respecto a los dos grandes mundos culturales y religiosos en los que nace el cristianismo: el judaísmo y el helenismo. El primero remite a la historia, a la ley, a la ética, y apenas ha cultivado la teología, que implica entender y creer, pensar a la vez que obedecer. Para el judaísmo, la palabra de Dios es tan soberana que ante ella solo cabe una actitud: obedecerla.
En el mundo griego no encontramos las dos palabras decisivas: la revelación en la historia y la fe como respuesta correspondiente a ella. La religión es comprendida como temor, veneración y respecto, porque no aparece un Dios personal, libre, capaz de historia, y de manifestación personal y personalizadora.
En el judaísmo se dan ambas realidades (revelación y fe), pero la historia sigue abierta y pendiente toda ella del futuro: la esperanza es lo decisivo, la realidad de la muerte está pendiente de resolución y el ser mismo de Dios por descubrir del todo. Eso es lo que lleva consigo la encarnación en el cristianismo: la afirmación de Dios como Dios concreto en una historia concreta.
La teología surge cuando, partiendo de la revelación divina, es posible una palabra humana sobre Dios. Exponerla, defenderla y confrontarla con otras palabras sobre Dios, sobre el ser humano y sobre el mundo: esa es la tarea sagrada e irrenunciable del teólogo. Frente a la palabra de Dios, que era la propia de los profetas, refiriéndose a un futuro abierto, y frente a la palabra abstracta sobre Dios propia de los filósofos trascendiéndose siempre en una dialéctica infinita hacia una perfección siempre inalcanzable, el teólogo cristiano se atreve a asumir e interpretar la palabra concreta de Cristo en la que Dios se ha dado a si mismo a los seres humanos.
Las preguntas últimas e inexorables del ser humano son estas: ¿Quién soy y por qué o para qué estoy puesto en la existencia? ¿Qué va a ser de mí? De esto habla la teología.
¿Es posible la revelación de Dios en la historia y, dentro de ésta, en forma encarnativa? Y si esta revelación ha tenido lugar, ¿qué huellas ha dejado, con qué signos se ha acreditado, dónde perduran? Esa revelación ¿se ha diluido ya, disolviéndose como agua en el desierto? Y si perdura, ¿dónde la encontramos: en textos muertos o en testigos vivos? Y si es en textos, ¿cómo se han conservado? Y si permanecen auténticos, ¿quién tiene capacidad de interpretar su contenido con validez para el presente, dados los dos mil años que nos alejan de aquellos acontecimientos? Esos textos ¿no están tan afectados por una cultura, una ciencia y una imagen del mundo que los harían absolutamente inaceptables para nosotros, al implicar una comprensión de la realidad, que no es la nuestra y que no puede sernos impuesta? Y si tan solo perdura esa palabra, atestiguada por personas o sedimentadas en textos, ¿por qué y cómo es su capacidad para iluminar nuestra existencia?
La tarea primordial de la teología –y en cierto sentido la mayor dificultad – es justamente esta: ser una reflexión sobre Dios, en la medida en que él se ha manifestado en la historia de Israel y en la persona de Jesucristo como el santo, el Infinito, el Justo, quien por la encarnación ha explicitado su omnipotencia y santidad en compadecimiento y muerte.
El teólogo es el intérprete de la palabra de Dios, en las formas en que él ha querido darse y discerniéndose de otras palabras que tienen también de ser de origen divino, articulando orgánicamente sus contenidos, confrontándolas con la comprensión que el ser humano tiene de sí mismo y acercando ambas compresiones.
En un segundo acceso el quehacer de la teología consiste en decir en alto la comprensión histórica que el hombre tiene de si, a lo largo del decurso de los siglos y no solo en un punto de él. Y a la vez oír, acoger e interpretar la comprensión de sí mismo, la propuesta de sus designios y la promesa que para el hombre Dios ha manifestado en su revelación.
Por ser una técnica tiene que ser cultivada con el rigor y a la altura teórica y metodológica y literaria, de las demás ciencias. A esto se refiere el texto que dice: ¨Creced en la gracia y en el conocimiento de Nuestro Señor y Salvador Jesucristo¨. La teología surge cuando se encuentran el carisma que Dios ha dado a ciertos hombres, con las técnicas que ellos han aprendido.
Utilizamos el término teología para referirnos a aquel ejercicio que, una vez integradas las zonas adyacentes previas, las ciencias auxiliares necesarias y el dominio de métodos, pasa a pensar y fundamentar, legitimar y sistematizar la revelación divina, acogida en consentimiento amoroso. Es decir, nos referimos al centro de la teología, que es la dogmática o sistemática. El contenido de la dogmática es la revelación misma. Se trata de entender la revelación en la fe viva, de exponerla con la fuerza de la razón animada e iluminada por la fe y el amor.